Época: Ilustración española
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1800

Antecedente:
Las Luces en Ultramar

(C) Carlos Martínez Shaw



Comentario

Si las Españas conocieron diversas variantes regionales de las Luces, este fenómeno debía producirse con mucho mayor motivo en las Américas. Aquí, las enormes distancias del continente habían ya propiciado un fenómeno de diferenciación regional que alcanzaría su cenit a lo largo del siglo XVIII. De este modo los grandes centros de producción cultural se aglutinaron en torno a las capitales de los virreinatos de mayor antigüedad (México y Perú), mientras desempeñaron un papel secundario las capitales de los virreinatos dieciochescos (Nueva Granada y Río de la Plata), así como muchas otras ciudades asentadas en territorios situados dentro o al margen de los virreinatos: presidencias de Quito y de Charcas, capitanías generales de Cuba, de Guatemala, de Venezuela o de Chile.
En Nueva España, la Ilustración se asentó fundamentalmente en la ciudad de México, si bien otras poblaciones mantuvieron en activo algunas instituciones características de mayor o menor consideración, como pudo ser el caso de Guadalajara y Veracruz (que crearon sendos Consulados, llegando la primera a fundar una Universidad en 1791 y la segunda tal vez a contar en algún momento con una sociedad patriótica) o Chiapas (que fundó en fecha tardía una Sociedad Económica de Amigos del País). Algunas otras ciudades también sirvieron de punto de encuentro a importantes núcleos de ilustrados, como Valladolid de Michoacán (la actual Morelia), donde se dieron cita sucesivamente el jesuita Francisco Javier Clavijero, el filipense Juan Benito Díaz de Gamarra (renovador de la filosofía con sus Elemento recentioris philosophiae, 1774), el gobernador diocesano José Pérez Calama o el obispo Manuel Abad y Queipo, además del cura Miguel Hidalgo.

México fue un gran centro de producción científica, literaria y artística a todo lo largo del siglo XVIII. Si los años finales del siglo XVII fueron testigos de la obra de Carlos Sigüenza, ya desde mediados de la centuria siguiente la agitación intelectual se observa en la formación de bibliotecas, en la publicación de periódicos, en la aparición de obras significativas (como el Teatro Americano, Descripción General de los Reynos y Provincias de Nueva España de José Antonio de Villaseñor o la Bibliotheco Mexicana de Juan José de Eguiara) o en el vivo debate sobre la técnica de la minería (en cuyo transcurso Francisco Javier Gamboa tiene oportunidad de presentar sus divulgados Comentarios a las Ordenanzas de Minas).

Sería, sin embargo, el último tercio del siglo el que conocería una extraordinaria aceleración manifestada en la aparición de toda una serie de instituciones y de hombres representativos de la plena Ilustración. En este sentido, el cuadro es impresionante: los nombres de Alzate, Bartolache, Delhúyar, del Río, Constansó, Tolsá, Mociño, Lizardi aparecen unidos a la aparición de la primera prensa científica, a los intentos de reforma de la Universidad, a la creación del Seminario de Minería o de la Academia de San Carlos, a una de las grandes expediciones botánicas de la centuria, a la producción de las mejores obras literarias del siglo en toda la América española.

La Ilustración llegó a Guatemala en la última década del siglo con la creación del Consulado (1793) y de la Sociedad Económica de Amigos del País (1795). La sociedad fue fundada y animada, entre otros, por el oidor dominicano Jacobo de Villa-Urrutia, el español Alejandro Ramírez (fundador después de la de Puerto Rico) y el médico chiapaneco José Felipe Flores, reformador junto con su discípulo Narciso Esparragosa de los estudios de Medicina. Sus actividades incluyeron el fomento del añil, el cacao, el lino y la manufactura textil, mientras se preocupaba de la reestructuración de los gremios y de la incorporación del indio a la vida comunitaria. Sus creaciones más sobresalientes fueron, además de la nueva edición de la Gaceta de Guatemala, la Escuela de Dibujo, la Escuela de Matemáticas y el Jardín Botánico o Gabinete de Historia Natural, cuya dirección fue encomendada a uno de los componentes de la expedición botánica a Nueva España, José Longinos.

Cuba, territorio marginal hasta entonces, conoció a lo largo del siglo XVIII un proceso de crecimiento económico que se tradujo también en un decidido despegue de la producción cultural, cuyos primeros resultados empezaron a cosecharse en la última década de la centuria.

Si con la creación de la Universidad de La Habana (1721-1728) se había iniciado la institucionalización cultural en el Setecientos cubano, los centros que realmente difundieron las Luces en la isla fueron la Sociedad Económica de Amigos del País de la capital (1793, de vida más activa que su homóloga de Santiago) y el Consulado (1794). La Sociedad Económica, promovida por el gobernador Luis de las Casas, su director Luis de Peñalver y, posteriormente, Francisco Arango, síndico del Consulado, desarrolló una intensa labor cultural, que se manifestó en la creación de una biblioteca pública, la edición del periódico Memorias de la Sociedad Económica (que se sumaba al anterior Papel Periódico de La Habana, de 1790) y, sobre todo, la fundación del Jardín Botánico (1817), dirigido por Juan Antonio de la Ossa. Vinculados tanto a los periódicos como a la sociedad patriótica estuvieron José Agustín Caballero (que intentó sin éxito la introducción de la filosofía moderna en la Universidad) y el médico Tomás Romay, celebrado por sus estudios epidemiológicos y su campaña en pro de la vacunación antivariólica antes de la llegada de la expedición de Balmis. A ellos, hay que sumar en fecha más tardía la figura de Félix Varela, que contribuyó a la difusión en la isla de la física y la química modernas, desde sus escritos y desde su labor docente en el Seminario de San Carlos.

No debe desconocerse tampoco la labor desarrollada por la Comisión Real de Guantánamo, dirigida por el conde de Mopox, que permaneció varios años asentada en la isla (1796-1802). Si bien fue una expedición menor dentro del conjunto de las programadas en la época, sus objetivos sumaban el interés por la historia natural a una deliberada política de fomento, encaminada entre otros fines al establecimiento de una población y un puerto en la bahía de Guantánamo, el levantamiento de una red de caminos en torno a La Habana y la apertura de un canal desde el río de Guines hasta la capital.

Menos trascendentes fueron las iniciativas tomadas en las restantes islas de las Antillas. En Puerto Rico baste señalar la tardía creación de una Sociedad Económica de Amigos del País, cuyo fundador, Alejandro Ramírez (uno de los fundadores también de la de Guatemala), alentaría el desarrollo de las plantaciones de azúcar y editaría el Diario Económico. Asimismo debe destacarse por su valor documental la obra redactada por Iñigo Abad y Lasierra (a quien ya se debía una Descripción de las costas de California, escrita en 1783), su Historia geográfica, civil y política de la Isla de San Juan Bautista de Puerto Rico, publicada en Madrid en 1788.

Del mismo modo, Santo Domingo, que había quedado marginada a partir del siglo XVI, se convierte de nuevo en objeto de atención por parte de las autoridades (creación de la Compañía de Barcelona, inclusión dentro del Reglamento de Comercio Libre de Barlovento) y por parte de sus naturales, como demuestran las iniciativas ecónomicas que florecen en la isla o la redacción de escritos que denotan la misma preocupación por su fomento, como la Idea del valor de la Isla Española y utilidades que de ella puede sacar su Monarquía (1785), del dominicano Antonio Sánchez Valverde, racionero de la catedral y miembro de la Sociedad Económica Matritense de Amigos del País.

Se puede decir que el siglo XVIII proporcionó a Venezuela sus primeras infraestructuras culturales. Así llegó a contar con la Universidad de Caracas (1721), el Consulado de Comercio (1793), la Academia de Práctica Forense (vinculada a Miguel José Sanz, 1790), la Universidad de Mérida (1806, hoy de los Andes) y las Academias de Matemáticas de Cumaná y Caracas (1808), regidas por ingenieros militares.

También revistieron gran interés los resultados de las expediciones científicas que tuvieron a Venezuela como escenario. Es el caso de la Expedición de Límites al Orinoco, que permitió la colonización de territorios desatendidos como la Guayana y posibilitó la obra científica del malogrado botánico Pehr Löfling. Es el caso también, en menor medida, de la rama local de la Expedición de la vacuna, que quedó institucionalizada a través de la Junta Central de Vacunación (1804-1809).

Venezuela contó, además, con algunas notables figuras ilustradas, como el rector Agustín de la Torre, propugnador de una fallida Cátedra de Matemáticas, Simón Rodríguez, impulsor de la reforma de la enseñanza elemental, Baltasar de los Reyes Marrero, que introdujo la filosofía natural en la Catedra de Filosofía de la Universidad, y sobre todo Miguel José Sanz, miembro del Consulado, impulsor de la citada Academia de Práctica Forense y autor de informes sobre la necesaria reforma de la enseñanza universitaria para ponerla al servicio de la causa de la utilidad pública.

El balance, sin embargo, no es muy halagador, ya que las iniciativas de mayor alcance (una Academia de Matemáticas distinta de la existente impulsada desde el Consulado para la formación de ingenieros, la Cátedra de Matemáticas de la Universidad o la también aludida reforma de la educación de primeras letras) no llegaron nunca a buen puerto. De este modo, Venezuela fue un sector marginal dentro del proceso de creación y de difusión de las Luces en la América española.

La Ilustración neogranadina está íntimamente conectada con la llegada a Santa Fe de Bogotá de José Celestino Mutis, como médico del virrey Pedro Messía de la Cerda (1761). El científico gaditano traducirá por primera vez parte de los Principia de Newton (1770) y dará sus primeras lecciones de astronomía copernicana en 1773, antes de iniciar en Mariquita la gran expedición científica que habría de terminar en Bogotá (1783-1791). Aún tuvo fuerzas para organizar la Sociedad Patriótica de Amigos del País (1801, sucediendo a otra temprana y de efímera vida fundada en Mompox en 1784), que a su vez crearía una escuela de primeras letras y otra de artes y oficios, para fundar el Observatorio Astronómico (1803) y para proceder a la reforma de la enseñanza de Medicina en el Colegio del Rosario (1805).

A la muerte de Mutis (1808), su antorcha fue recogida por sus discípulos, Jorge Tadeo Lozano, Francisco José de Caldas, Antonio Nariño y Francisco Antonio Zea, los cuales ocuparon las instituciones de enseñanza e investigación creadas por su maestro, al tiempo que utilizaban para la difusión de sus ideas las tribunas ofrecidas por el Papel Periódico de Santa Fe de Bogotá y el Semanario del Nuevo Reino de Granada, fundado por el propio Caldas. En su conjunto, el grupo se pasó al bando insurgente en 1810, desempeñando un papel protagonista en el movimiento independentista y pagando algunos de ellos con su vida su entrega a la causa de la emancipación.

Puede decirse que la presidencia de Quito quedó incorporada a la Ilustración con la llegada a su territorio de la expedición franco-española de La Condamine en 1736. Posteriormente, tras contar a mediados de siglo con la figura del jesuita Juan de Hospital, alcanzaría ya a finales de la centuria un alto grado de inserción en la cultura de las Luces, sobre todo su capital, pues las restantes ciudades quedaron muy rezagadas, aunque la primera imprenta se instalara en la ciudad de Ambato en 1750 y Guayaquil, la ciudad mercantil y naviera, también dispusiera de otra en 1810.

Si Hospital fue el introductor, correspondió a los hombres de la siguiente generación la tarea de producir los primeros escritos acreditativos del triunfo de la ciencia ilustrada: el filósofo Miguel Antonio Rodríguez Ique enseñaría su disciplina en la Universidad ya secularizada), el médico Eugenio Espejo, una de las figuras más importantes de la ciencia y de la Ilustración americanas, y el botánico José Mejía Lequerica, dueño de una de las más importantes bibliotecas y una de las más ricas colecciones de historia natural de toda la presidencia y autor de Plantas Quiteñas, la primera obra moderna sobre la flora ecuatoriana.

Papel fundamental jugó la Sociedad Patriótica de Amigos del País, impulsada por dos de las figuras más prestigiosas del momento, el obispo José Pérez Calama y Eugenio Espejo, que estuvieron respectivamente a su frente hasta 1792, en que el primero fue relevado de su sede, y hasta 1795, cuando el segundo fue encarcelado por sus ideas. La sociedad, que se organizó en cuatro comisiones (significativamente de agricultura, industria y comercio, ciencias y artes, y política y bellas letras), imprimió el conocido periódico Primicias de la Cultura de Quito, que fue el mejor cauce para la difusión de la ideología ilustrada en la región.

Sin embargo, la institucionalización del saber y la cultura no estuvo a la altura de los esfuerzos desplegados. La región no pudo contar nunca con centros de enseñanza superior que permitieran la formación de nuevas promociones de científicos. A pesar de ello, la conciencia crítica no desmayó en las décadas sucesivas, hasta el punto de hacer posible la incorporación de Quito a la causa insurgente en 1809.

Como en el caso novohispano, el recortado virreinato del Perú manifiesta su adscripción a las Luces a partir de las realizaciones que tienen a Lima por escenario. Si la presencia a mediados de siglo de Jorge Juan y Antonio de Ulloa no dejó de tener su efecto, el primer momento de verdadero brillo cultural se produce durante el mandato del virrey Manuel de Amat, que preside la intensa vida teatral animada por Micaela Vargas la Perricholi, que embellece la capital con numerosas intervenciones urbanísticas, que emprende la primera batalla por la renovación de los estudios en la Universidad de San Marcos y que organiza expediciones de reconocimiento a la islas de Pascua y de Tahití.

Sin embargo, como también en México, la culminación llega en las décadas finales de siglo. El centro del movimiento ilustrado es la Sociedad de Amantes del País (1787), cuyos dos primeros animadores son José Baquíjano e Hipólito Unanue, editores de su órgano de expresión, el Mercurio Peruano. Ambos intervienen activamente en todas las controversias de finales de siglo, ya sea la del fomento económico de la región, ya sea la de la introducción de la ciencia moderna, respaldados en este caso por el rector del Convictorio Carolino, el presbítero Toribio Rodríguez de Mendoza.

Las luminarias de la Ilustración limeña no llegan a ocultar una institucionalización insuficiente del esfuerzo cultural, que se fundamenta esencialmente en el citado Colegio Convictorio de San Carlos, en el Colegio de Cirugía y en el Jardín Botánico, fruto de la expedición científica de Hipólito Ruiz y José Antonio Pavón.

Territorio tardíamente colonizado, Chile trató de colmar su retraso cultural a lo largo del siglo XVIII. Para ello, consiguió dotarse de algunas instituciones básicas, como la Universidad (1738) o el Consulado de Comercio (1795), cuyo síndico Manuel de Salas se preocupó del fomento económico y de la promoción educativa de la región.

Del mismo modo, el siglo XVIII vio aflorar la conciencia de la diferenciación regional, tanto en la obra de Juan Ignacio de Molina, como en la de Alonso de Guzmán. A ello contribuyeron también las expediciones que se desarrollaron en su espacio, singularmente la botánica de Hipólito Ruiz y José Antonio Pavón, una de las más importantes del siglo y la mineralógica de los hermanos Conrado y Cristián Heuland, que subrayó la importancia de los recursos metálicos chilenos. Finalmente, las expediciones hidrográficas en el estrecho de Magallanes permitieron explorar los confines del reino, mientras la dirigida por Felipe González de Haedo conseguía incorporar definitivamente la isla de Pascua al mundo hispánico.

Si bien todo el inmenso territorio del sur de la América meridional conoció la difusión de las Luces, su implantación fue muy débil y tardía, tanto en la colonia de Sacramento, la actual Uruguay (donde se instala la primera imprenta en 1807), como en Paraguay (pese a la Universidad regida por los dominicos) o en el interior de la actual Argentina, pese al papel desempeñado por la Universidad de Córdoba de Tucumán, que produjo ya en la primera mitad de siglo la figura de Buenaventura Suárez (celebrado por sus estudios sobre los satelites de Júpiter, que realizó en su modesto Observatorio de San Cosme) y a finales de la centuria conoció el intento de reforma (con la creación de una Cátedra de Matemáticas) llevado a cabo por el deán Gregorio de Funes. A todos estos esfuerzos deben sumarse las aportaciones de hombres como el ya citado padre Sánchez Labrador, con su extensa obra sobre el Paraguay (que por desgracia quedó inédita), o como el también citado Félix de Azara, que utilizó su participación en la Comisión de Límites para dar un impulso decisivo al conocimiento de la historia natural de la región.

El centro más dinámico fue sin duda Buenos Aires, que contó con un buen número de periódicos (empezando por el Telégrafo Mercantil y terminando por El Correo de Comercio, fundado por Belgrano), con un Colegio Carolino (o Convictorio de San Carlos, en sustitución de su Universidad, que no pudo ser restaurada tras la expulsión de los jesuitas) y con un activo Consulado de Comercio, fundado en 1794 y regido también por Manuel Belgrano, una de las mayores figuras de la Ilustración hispanoamericana, convertido a partir de 1810 en uno de los artífices de la independencia.

En cualquier caso, el desarrollo cultural de Buenos Aires, vinculado a la creciente importancia de su comercio y a sus funciones administrativas como sede de un nuevo virreinato, no alcanza el grado de otras regiones con más tradición. La escasa dotación institucional al margen de las escuelas del Consulado, la lánguida vida del Colegio Carolino, el tardío establecimiento de la imprenta (traída desde Córdoba, en 1780) son otros tantos datos que avalan el retraso general de la capital rioplatense.

En las últimas décadas del siglo XVIII, Filipinas ofrecía todavía la imagen de un finisterre colonial escasamente desarrollado, fiado en su papel de intermediario entre el Lejano Oriente asiático y el Pacífico americano, a través de ese cordón umbilical que era la Carrera de Acapulco servida por el galeón de Manila.

La llegada en 1778 del gobernador José Basco y Vargas supuso al parecer un revulsivo para la situación. Basco fue el propulsor de la Sociedad Económica de Amigos del País de Manila, la primera del mundo colonial hispano (1781). La sociedad patriótica creó las características comisiones de historia natural, agricultura (que puso especial énfasis en los cultivos de añil, algodón, canela, café y pimienta), manufacturas (que se ocupó de los tintes y los textiles), comercio y educación popular, dentro de la línea de la teorización de Campomanes. Sin embargo, pese a la protección del gobernador y al apoyo del obispo Basilio Sancho (que premió dos discursos sobre la utilidad del comercio de Filipinas para los reinos cercanos y sobre los cultivos que debían fomentarse preferentemente en el archipiélago), pronto hubo de hacer frente a la rivalidad del Consulado y a la desidia generalizada. Si su primer director (1781-1786), el oidor Ciriaco González de Carvajal, dedicó sus esfuerzos a la escuela de tinte y pintado del algodón, el segundo y último (17861797), Francisco Moreno y Escandón, también oidor de la Audiencia, puso todo su empeño en el establecimiento de una fábrica de loza vidriada (con artesanos chinos) y en la creación de sendas escuelas de primeras letras para niños y niñas, de las que sólo llegó a funcionar la primera, antes de declararse vencido por la falta de colaboración encontrada.

Finalmente, hay que destacar la obra de su socio de número, el agustino recoleto Juan de la Concepción, autor de una Historia General de Philipinas (1788), que incluía unas noticias universales geográficas, hidrográficas, de historia natural, de política, de costumbres y de religiones.

Al margen de la sociedad patriótica, Filipinas prosiguió durante los mismos años su desarrollo, aunque a un ritmo lento. Así, la fundación de la Real Compañía de Filipinas (1785) rompió el monopolio del galeón de Manila, mientras la Corona promovía diversas expediciones hidrográficas en el archipiélago: Lángara y Casens (17651767), de nuevo Casens (1768-1770), Lángara y Guinal (1769-1770), Córdoba (1770-1771), Mendizábal (1771-1772), Lángara por tercera vez (1772-1773), Villa y Saravia (1774) y Vernaci y Cortázar (1803).

Mucho mayor interés para el conocimiento científico de las islas tuvieron otras empresas: la expedición botánica de Alonso de Cuéllar (1785), la expedición de Ignacio María de Alava al frente del escuadrón Hispano-Asiático (1795-1796), la visita de la expedición de la vacuna de Balmis y la visita de la expedición de Malaspina. De cualquier modo, salvo en este último caso, fueron siempre expediciones menores, cuyos informes y cuyos testimonios gráficos manifiestan el estado de atraso de la colonia, pese a la urbanización del intramuros de Manila.